El narcorrido irrumpió el salón de clase. Andrea, una buena alumna, algo rebelde, todavía adolescente, nunca se contenía al hablar ni al poner toda la música que se le antojaba, a pesar de que bien sabía de mis filias y fobias.
Con cuerno de chivo, bazuca en la nuca, volando cabezas al que se atraviesa…
Cada sábado en el Museo del Algodón adecuábamos el salón grande, que en un principio había sido destinado a ser una galería. Enseñaba pintura para niñas y niños. Ese espacio cultural había sido erigido en la zona más violentada de la región: el sector Alianza, la parte más antigua y céntrica de la ciudad, donde buena parte de la actividad comercial y social gira en torno al antiguo mercado del mismo nombre.
Se decía que la idea de las autoridades era ofrecer a los colonos algo de educación, sus retazos de cultura, pero en esos tiempos el espacio servía más como refugio para niños y niñas. Alrededor del recinto seguido aparecían cuerpos acribillados; a menudo dejaban cabezas mutiladas. La “guerra contra el narco”, del entonces presidente el Felipe Calderón, estaba en un punto machín, los de la última letra, patrocinadores del entonces gober, el Humberto Moreira, aún preservaban esa zona como punto estratégico, a veces para sus cosas siniestras, otras para sus gandalleces, muchas veces como punto de venta de mota y soda. La mecha estaba prendida y el broncón contra sus contras, los chapos, que como pirotecnia pueblerina podía estallar hasta el cielo en cualquier segundo.
Yo acomodaba a los menores pegados a la pared, imaginaba que si se soltaba la furia, habría más chance de eludir los plomazos, a pesar de que las paredes ya tenían las marcas de algunas batallas.
Luego de que yo dictara el tema todos fingían seguir mis indicaciones, pero en realidad tenía la sensación de que muchos y muchas no les interesaba demasiado aprender a pintar, más bien no querían estar tirando barra o encerrados en casa.
Somos sanguinarios, locos bien ondeados, nos gusta matar. Pa’ dar levantones somos los mejores, siempre en caravana, toda mi plebada…
De pronto un pequeño de tez clara bronceada, muy travieso, de algunos 9 años, pelo castaño y pelos parados, que se sentaba frente al muro que tenía un plomazo que traspasó la ventana, dejó la silla de lado, se erigió, levantó la mirada volteando a donde se escuchaba el corrido alterado, y sonriendo dijo: ¡Esa le gustaba a mi papá! Mi respuesta en automático fue: ¿Pos dónde anda tu papá? El niño se arqueó hacia adelante, simulando alguna ráfaga en la espalda y, sin perder la especie de sonrisa, dijo quedito: ¡Lo mataron, profe!
Una regla de sobrevivencia en aquellos años, sobre todo en aquellos sitios, era no preguntar tantas cosas. Se rumoraba que había halcones, sicarios y viejas chirinoleras por todos laredos.
Van endemoniados, muy bien comandados, listos y a la orden, pa’ hacer un desorden, para hacer sufrir y morir a los contras, hasta agonizar…
Dejé ese sitio, me desplacé a otras mesas buscando acercarme al sitio de los alumnos de confianza. Y quedito le fui preguntando a un morrito de algunos 12, moreno y discreto, diestro para dibujar. “Oye, Armando, dijo el güerillo de allá que le ya le mataron a su jefito, ¿será neta?” Y sin despegar demasiado la vista de su dibujo, hizo la mueca de recordar, detrás de una sonrisa respondió: ¡Ah, simón, profe! Lo encontraron en una bolsa negra. Mientras con su mano morena hacía la mueca de un cuchillo machacando: ¡En cachitos!
Me quedé serio, también intenté, como ya sabía, continuar la clase. Andrea siguió poniendo desde su teléfono la música que se le antojaba. Armando siguió haciendo chidos dibujos, el resto de los morritos continuaron divirtiéndose a lo largo de esas dos horas, los demás, al igual que los que habitaban y circulaban aquel barrio, estábamos al tiro del momento en que se desatara la balacera…
Yo también intenté mantenerme sonriendo.
Van y hacen pedazos a gente a balazos, ráfagas continuas que no se terminan, cuchillo afilado, cuerno atravesado, para degollar.