Los morrillos estallaron gritando dentro de mi carro, de cuete se me vinieron las palabras de Doña Tere, vecina de arriba: “Sí, Profe, luego de escuchar al Chenchito, el teporocho del barrio, gritar y alardear ‘¡Viva el Chapo! ¡Arriba los de Sinaloa! ¡Vivan los Chapos!’ Los Zetas le dieron su levantón, y al día siguiente amaneció ejecutado. Aquellos no perdonan nada, son gandallotas”.
Nunca imaginé estar en tal broncón, manejaba rumbo a la cima del cerro por el único camino tanto de subida como de bajada, y de pronto me supe atrapado en mi automóvil. Mientras afuera sonaba alguna rola de Chicos de barrio, dentro, de este laredo en movimiento, el griterío ya había explotado, resonando las porras a los enemigos a muerte, de los de la última letra.
Ningún niño o niña que me acompañaba lo percibió, pero en automático me puse tenso, en fracciones de segundo, el terror tomó el mando y al ritmo de cumbia lagunera se me fue deslizando hasta más dentro. No podía frenar, tampoco bajarlos en pleno trayecto, así que me puse serio y aceleré, tenía que salir de ahí lo más pronto posible.
Pensamientos oscuros se amontonaron, y en silencio me dije “¡Voy directo al matadero!”, y como muchas otras veces, acabé preguntándome, “¿Yo qué hago aquí?”. Siendo presa de unos morrillos gritones que sin reverencia alguna y hasta sin ser conscientes de sus palabras, estaban provocando a la mala, a los matones, los meros culebras, montón de narcos que rifaban y controlaban esa colonia.
Yo les recogía en la parte alta en mi vieja Caribe roja, antes de comenzar la clase, luego los regresaba al mismo sitio una vez acabada la sesión.
Cuando la Dirección de Cultura del municipio me pidió que las clases ya no fueran en el centro cívico, espacio social para todos los colonos, ubicado en la parte alta del Cerro de la Cruz, sino que el cambio se diera al Museo del Algodón, en la parte baja del mismo sector, muchos menores dejaron de asistir a la clase.
En la Laguna todavía hay sectores de la sociedad que consideran que los museos y centros culturosos son únicamente para flota de billetes. Así que sabiendo esto, me presté para yo trasladar a los niños y niñas desde allá arriba y después regresarlos.
El traslado era de algunos ocho minutos, esa era una parte de la rutina, de mi jale como profesor de pintura en ese espacio recién abierto en el sector Alianza, uno de los territorios más golpeados por la oficialmente llamada “guerra del narco”.
Los fregazos entre Zetas y Chapos ya tenían algunos tres añejos, la comunidad estaba medio habituada a las balaceras, a alinearse de acuerdo a sus mandatos, también a los tablazos en las nylon para someter a la raza que al principio dudaba en eso de hacerles caso, y por supuesto a los cuerpos desmembrados, muchas veces encuerados, en bolsas negras o hieleras, encontrados en los alrededores.
La guerra, por mucho, la iban ganando los de la última letra, en ese tiempo tenían mejor armamento, mejor logística, sus métodos de esparcir el terror, ya sea de voz en voz, sobre todo a través de los medios y la prensa, eran altamente efectivos. Sencillamente los venidos de Tamaulipas, eran mucho más crueles, carniceros sin miramientos.
Aparte de vender su mercancía, yerba, soda y a veces chiva, también extorsionaban, solían cobrar cuota a bares o negocios del giro, pero también a cualquier otro comercio habitual.
Si se les antojaba podían tumbarle su troca chida al compa que iba pasando, y si le iba bien, solo se iba asustado, después de recibir unos trompos. Pero si se les hinchaban o si andaban en la loquera, simplemente lo desaparecían, porque para eso, así decían, ellos tenían muchos güevos.
Los Zetas llegaron buscando hacer lana rápida y fácil a Torreón, por medio del crimen organizado, de una logística aturdidora, sometiendo a plomazos a una ingenua sociedad que no los esperaba, ni estaba preparada para hacérselas de pex.
Tenían infiltrada a la policía local, eran años en que no se movía un alfiler sin que ellos lo supieran, y los otros polis, los estatales, sencillamente trabajaban para ellos por conveniencias políticas en las alturas. La raza de toda la región estaba medio solorzana ante sus martirizadores.
Eran tiempos en que las redes sociales no eran como ahora, así que muchas broncas se ignoraban fuera de la región, en la capirucha del país no sabían claramente que nos estaba sucediendo, y en la otra capital, la de Saltiyork, había ordenes de dejarnos en el total abandono.
Todo esto facilitaba los alardes de esos batos, los Zetas siempre dispuestos a hacer prosperar sus negocios y que corriera el mole.
Esa misma temporada, a la administración municipal panista, adversaria política de la priista estatal, se le ocurrió hacer un museo en esa zona abandonada, ¡vaya acierto! Un recinto vistoso y ponedor que contrastaba con el habitual desinterés por la zona. La directora Nava, muy orgullosa del espacio oficial, me pidió dar la clase para menores en este sitio los sábados en la mañana.
Ese era otro día de clases habitual, pero ¿qué era lo habitual? Luego de llegar y saludar al personal del recinto, cada menor, solo o en grupo, buscaban imponer sus condiciones, me provocaban constantemente para ver si yo seguía siendo el líder del rebaño al que pertenecían.
Algún relajiento, sin que yo me diera cuenta, le cantaba un tiro a alguno de los morros más tranquilos, otro se soltaba gritando su apoyo al club de fut de su preferencia. Había que estar atento al momento de repartirles el material, por que alguno de los más chavitos pudiera aprovechar para hacer su batuque.
Las machichas y los zapes a los más pequeños eran habituales. Recuerdo los apodos, algunos relacionados con el aspecto físico, con las mascotas del barrio, o hasta con la fauna marina: El güero, el gordo, el bitch, el charal. La carrilla entre unos y otros era habitual y en otros casos, sencillamente resultaba brutal.
A los más grandecitos había que someterlos a la brava a menudo para que no incomodaran a los pequeños. Entre ellos estaba prohibido llorar o mostrar cualquier signo de debilidad, el menor rasgo femenino en algún varoncito, era su perdición, pues era atacado ferozmente por la manada.
Había varias niñas muy mal habladas, sin alterarse y como una manera de defenderse. Alguna de las grandecillas solía poner música, aunque les tenía prohibido tocar sus narcocorridos, al menor descuido, los hacían sonar. En lo poco que coincidíamos era la cumbia lagunera.
No tenían referencias en sus hogares, no manejaba ninguna información sobre cultura pictórica, para ellos y ellas la clase era acceder a un universo nuevo, y como todos los niños y niñas también disfrutaban cuando les contaba historias, como las trágicas de Van Gogh o Frida, las gandallonas de Picasso o del farolón del Diego; del David del Miguel Ángel o de la Gioconda del Leonardo.
Hacíamos los ejercicios plásticos sobre papel canela con pinturas vinílicas, los morrillos no eran muy cuidadosos con los pinceles y muy a menudo había que reponerlos.
Cuando programábamos alguna presentación, pintábamos sobre recuadros de madera. Y mientras le poníamos al jale, nos hacían compañía las rolas de Chicos de Barrio. En la película imaginaria de los vecindarios laguneros, son el soundtrack de su vida, para lo chavos que ya loquean, de su vida loca.
En alguna ocasión los morritos y morritas me contaron, que con la llegada de la llamada “guerra” dejaron de jugar a los pocitos, al bríncate burro, al chinchilaguas, a los tiros a gol, y hasta a las escondidas.
De ser un barrio con cierta mala fama, con el tiro entre Zetas y Chapos, se había transformado, en un barrio de absoluta mala muerte, que cada día se iba quedando desolado. Así que nel pastel, no había mucho de dónde escoger, todas las familias del sector solo podían acoplarse o sencillamente pelarse.
Constantemente emocionados, algunos contaban historias de plomazos, si habían subido las fuerzas federales a enfrentar a los carniceros Zetas, o si solo se habían escuchado los habituales disparos durante la madrugada, si algún vecino ya lo habían desaparecido o si el otro ya pagaba cuota.
No era demasiado chido caer en cuenta de la admiración por las historias de narcos, por todo lo que pasaba alrededor, los morros lo vivían como si se tratará de una movie, la película que les tocaba vivir al salir de su casa, incluyendo la sanguaza.
Ya estaba por concluir la clase de dos horas, así que le pedí a los morritos que se prepararan para irlos a dejar. Eran ocho niños y solo dos o tres niñas, después de acomodar el tiradero, nos pasamos al auto, mi vieja Caribe roja, a la que apodaban “La Jummer”.
En el trayecto, me pedían que le metiera el turbo, que pusiera la inexistente refrigeración, o para que no se aburrieran le metiera más velocidad, cantaban, carrilleaban, gritaban, eran minutos de algarabía, donde yo solía responder solo con alguna sonrisa, pero la ocasión de este relato, me puso helado.
Ya en ascenso, mientras algún vecino escuchaba a Tropicalísimo Apache, no cesaban las bromas, y a mitad del camino en plena cuesta, una chiquilla le regresaba el zape a un varón, atrás se escuchaba que se quejaban porque iban muy apretados, tampoco recuerdo porque dos de los grandes iban juntos en el asiento delantero, yo debía estar concentrado al frente, de reojo pude percibir cómo a mi derecha Mitón y Chuyito voltearon a verme, sonrieron, mutuamente se regresaron la mirada, y apareció el destello de malicia que puso la lumbre de su travesura, y así a la brava, se soltaron gritando: “¡Arriba el Chapo! ¡Vivan los Chapos! ¡Arriba los de Sinaloa!”.
El tiempo se me congeló. Todo comenzó a fluir en cámara lenta. Tampoco supe cómo, pero a Perlita le hizo gracia, y se les unió, “¡Arriba el Chapo! ¡Vivan los de Sinaloa!” De cuete supe que tenía que huir de ahí, pero estaba atrapado, la única manera era primero dejarlos.
De absolutamente nada serviría si los intentaba callar, eso era peor, buscaban provocarme, asustarme, o calar mi hombría, probablemente estas tres juntas. Ya medio conociendo esos códigos del barrio, supe que no debía mostrar la menor debilidad, y responderles con una actitud de indiferencia que solo pensé hacía adentro para darme ánimos: Digan lo que quieran, que el profe no conoce el miedo.
En el fondo imploraba que se callaran, desesperadamente imaginé que al no reclamarles automáticamente lograría su prudencia. Nada provocó su silencio, continuaron las porras al cartel de Sinaloa en lo que restaba de trayecto, a mí solo se me ocurrió pegarle más duro al acelerador, y sin decir absolutamente nada, continúe a punto de estallar en pánico.
Me mantuve aterrado durante las tres o cuatro cuadras que me faltaban por llegar al centro cívico, sorprendido de que ningún sicario se apareciera, me indicará pararme o hiciera algún gesto violento de reclamo. Se bajaron, los dejé en silencio. Ellos seguían entre burlas y sonrisas, cotorreándose de su travesura. No me despedí y sin la menor palabra de mi parte, arranqué rumbo a la salida de ese territorio Zeta.
Lo primero que pensé fue que cuando me interceptaran estos asesinos, les diría la neta: ¡Fueron ellos, carnal! Yo nel, no ando metido en este pex, los morros querían hacerme enojar, mi compa les ofrezco una disculpa, yo les doy clases de pintura, no les enseño nada de eso, ustedes saben que yo no le pongo a estos negocios. ¡Amigo, pásemela esta vez!
Alcancé a llegar a la primera y segunda cuadra, sentí un ligerísimo alivio, entre la cuarta y quinta ya esperaba muy angustiado, y esperando que se me cerrara alguna trocka blanca, pero lo único que se escuchó fue la rolita “Viento” de Apache.
Yo ya me veía frente alguno de los halcones apuntándome con su R15, y deseé con todo mi cora que la jefita de alguno de los alumnos saliera en mi defensa, y les hablara bien de mi labor en el cerro.
En la cuesta, ya de bajada, nadie me hizo señas o vociferó en mi contra, yo seguí angustiado, pero solo alguno de los morritos que ese día no fueron a clase me reconoció y me tiró el saludo, “¡Profeee!”.
Cuando al fin llegué a la parte final de la cuesta, sentí otro ligero alivió, pero de inmediato recordé que el sanguinario dominio que los malosos tenían era sobre toda esa zona. Aún helado, lo mejor que se me ocurrió fue continuar picándole al acelerador. Ya en tierra plana seguí mi carrera volando, con la angustia presente, esperando a que alguna de sus trocotas ahora sí me parara.
Con todo el pánico alcancé a llegar a la calle que es vía directa al centro de la ciudad, sin que nada ni nadie se manifestara. Por lo menos me dije, Ya no van a encontrar mi cuerpo allá mero arriba. Continué el recorrido muy asustado, sabía que entre ellos se podían comunicar para tumbar al que se les antojara, pero las calles se veían en paz, el ruido solo aparecía en mi mente.
De pronto me di cuenta de que ya casi llegaba al cantón, había recorrido arriba de dos kilómetros y los sicarios aún no me salían al paso. Supe que el peligro se había reducido considerablemente, entonces pensé que, si estaba ahí, ya más lejos, era porque me les había pelado, o porque más bien, ellos no me habían fumado.
En la noche permanecí angustiado, porque bien sabía que, si se les hinchaban, estos batos podían caerme a cualquier hora, en cualquier lugar de Torres.
Para despabilarme, salí a una reunión con un grupo de camaradas en uno de los pocos bares que aún permanecían abiertos. Y mientras, a la distancia, como era habitual, se escucharon detonaciones, en la tele el Pacquiao le rompía la cara al Cotto, la angustia hizo que me identificara con el boxeador boricua siendo masacrado por el filipino.
A pesar de mis temores los días no se detuvieron, las notas en los diarios y la tele continuaron con las balaceras, los levantones, y también con los restos humanos. Esa tarde estacioné mi “Jummer” cuando pasaba por cierta zona céntrica.
Me pareció recibir una revelación, al escuchar a la distancia alguna cumbia lagunera. Supe que mi broncón ya había pasado, que no tenía por qué seguir tenso, ni preparar la menor justificación si me reclamaba algún sicario gandallón.
De a poco a poco me llegaron varias posibles conclusiones, ¿por qué no me atizaron los Zetas del Cerro de la Cruz? La primera me pareció poco creíble, pero había alguna posibilidad de que probablemente no habían escuchado la algarabía infantil y sus porras a los Chapos; la segunda fue que sencillamente los malosos conocían bien a sus chamacos, muy probablemente dentro de la flota que asistía a pintar y divertirse, había familiares cercanos y ya sabían de las travesuras de que eran capaces; la siguiente fue la de la fe, aquella que dice no se mueve una hoja sin que el Creador Eterno lo decida, y esa vez estuvo de mi laredo, arregló todos los hilos sueltos para que yo continuara deambulando por la zona de peligro sin broncas y sin tablazos; pero la que me convence más, es aquella que me dice que yo y mi trabajo de profe de pintura no presentábamos la menor oposición a su jales criminales, y por lo mismo les parecíamos, de cabo a rabo, absolutamente indiferentes.
Retomé el camino, eché a andar la “Jummer”, mientras a la distancia seguía la rolita de los Chicos de Barrio.