Raúl abrió la puerta, ya estaba peinado, su tez clara, aún con muchos rasgos infantiles en su cara, estaba limpia, también su cuerpo, no se diga el cora. El corazón de los morritos antes del encuentro con aquellos solía ser confiado, jalador y generoso.
Empezaba a clarear, pero aún se notaba lo oscuro. Así suele ser esa temporada del año, se alcanza a ver el frío del desierto, ese que cala en los huesos. El frío apenas estaba llegando, la familia estaba tranquila, no era para tanto. El chamaco entraba a la escuela a las siete de la mañana, así que salía rumbo a clases faltando unos treinta minutos.
Cada jornada tenía listo, arreglado y puesto el uniforme escolar. Recibió la feria que le daban para las gorditas del receso y caminó rumbo al bus que lo trasladaría. Su jefito y jefita estaban orgullosos de que ya estuviera en el primer añejo de secundaria. Los gestos y muecas del día les daban la finta que se les estaba enderezando el barco.
De pronto, al dar vuelta a la derecha, divisó lo que le era ordinario, la cabezota del Morelos, sitio donde terminaba la calzada del mismo nombre para cruzarse con la calle Torreón Viejo, y así continuar para ascender al cerro llamado de la cruz. ¿A qué ocurrente autoridad se le ocurrió venir a colocar una estatua conmemorativa de un héroe nacional en un sitio donde la raza solía habitualmente colocar su basura?
Cartones, envases, cajas y diversos desperdicios… los habitantes del barrio tenían la mirada fija de un héroe independentista de 1810, con sus cachetes prominentes y su paliacate en la tatema, rodeado de botellas usadas, periódicos, cartón y otros desechos, montones de cosas que ya no servían, muchas veces comida descompuesta con los respectivos olores escasamente estimulantes.
Raúl avanzó algunos pasos y alcanzó a notar que, a unos dos metros, casi a mitad de la calle, separadas del resto del montón, estaban un par de bolsas negras colocadas justo donde pasan los autos, puestas ahí como por descuido, pensó en ese momento, o para, como supo en la tarde de ese mismo día, llamar la atención. Una estaba como recostada, la otra de pie, el par esperando ser descubiertas.
En Torreón, o Torres, como también le suele llamar la raza, nada provoca más a un morro de barrio que patear futboleramente una bolsa negra con basura. Entonces el menor entró en el trance al que suelen entrar los morritos de la Comarca Lagunera, y se imaginó a sí mismo de la siguiente manera: ubicado en el antiguo estadio corona, con el uniforme del equipo local, a punto de la ejecución de una pena máxima, seguramente recordando una de las varias finales, esas que nunca se ganaron. Él mismo pensó en ese lapsus que iba a ponerle todos sus destos a la solución requerida. De pronto se empezaron a escuchar los gritos de una muchedumbre enardecida, querían ganar ese trascendente juego con el penalti que estaba por cobrarse. Así que agradeció en silencio a Dios esa enorme responsabilidad, se vio así mismo saludando a los aficionados, estos a punto de explotar, y se dispuso a continuar ese, el juego más importante de su vida.
Instante a instante, segundo a segundo, fueron creciendo los alaridos, las porras, las palabrotas, las mentadas al equipo rival, también al árbitro, al punto de ya no poder escuchar nada más. El chavo estaba decidiendo si se iba a convertir en Borgetti o en Vuoso, tenía que asegurar la ejecución de esa pena máxima, que ya se le había encargado, y así para ganar juego decisivo. Ya sudaba y se sentía muy nervioso, pero estaba seguro de sus talentos, así que se siguió encaminando.
Dentro de los gritos del público, a la distancia, apenas alcanzó a distinguir una voz familiar, que a diferencia de las demás, que parecían en ese preciso instante alejarse y alejarse, cada vez se hizo más clara: ¡Raúl! ¡Raúl! ¡Raúl ya es hora! ¿Raúl a quién esperas? ¡Rauuúl, ya vete a la escuela! Era su jefita que lo apuraba quien lo regresó a la realidad del barrio bullanguero donde siempre habían vivido tranquilos, y hasta contentos, escuchando cumbia lagunera todos los días, incluyendo las madrugadas de domingo.
Su mamá era la que siempre lo había obligado al buen comportamiento, así que sus órdenes merecían todo el respeto. Y como el chamaco, a diferencia de su hermana menor, era obediente, ya no pudo patear las bolsas negras y siguió su camino rumbo a la escuela, dejando ese penal por tirar, si acaso se podía, a la hora que regresara.
La jornada escolar fue de lo más tranquilo y cómodo. A diferencia de varios de sus compañeros de salón, Raúl presentó sus tareas y respondió pertinentemente. Sabía del apreció que los profesores le tenían y le agradaba cuando le decían que era un alumno con un futuro pacífico y luminoso. Tuvo que papearse rápido las gorditas de chicharrón y la de güevo con chile, sus favoritas, ya no quiso chesco para aprovechar el recreo y darle con tocho a la pelota, para acribillar a sus compas que le iban al América y los que le iban al Tigres, con dos que tres balonazos. ¡Faltaba más! El héroe del partido se había quedado sin cobrar el penalti que lo haría famosote.
De regreso al cantón ya no necesitaba venirse en autobús, con la luz de día las cosas cambiaban, el sector Alianza recuperaba el brillo y, a pesar de ser una zona que desde temprano abren varias cantinas, deambulan prostitutas baratas, catarrines o dos que tres morras con su chemo, también era muy común ver a estudiantes carrilleándose, chavos haciendo mandados, chiquillas barriendo el frente de sus casas, sobre todo a raza trabajadora, algunos ofreciendo su tiradero de cosas usadas a precios baratos, empleados y comerciantes aplicados del mercado más antiguo de la región, ubicado a unas cuadras, con todo y las amas de casa presurosas a comprar pollo o verduras, todos ellos siempre saludaban sonriendo.
Al entrar a su casa vio a su latosa hermana menor, escuchaba las de “Chicos de barrio”, estaba quieta, muy seria, no era habitual en ella, tampoco hizo esfuerzo alguno por saludarlo. Su jefita estaba de espaldas preparando la comida, al momento de acercarse y hablarle, nunca esperó lo que le contaría: ¿Raúl, recuerdas en la mañana las bolsas negras que ibas a patear? ¿Sabes que había adentro? ¡No sé cómo decirte! El chamaco notó la tensión, el frío en las palabras, percibió que ligeramente temblaba, y luego sintió el espanto hacía al interior de su madre.
Él respondió, ¿Pos qué pasó? Su madre ya no se contuvo: Raúl, dentro había cuerpos mutilados junto con dos cabezas decapitadas. El Capulinas y el Pitrocas… los perros callejeros del barrio… luego dicen que también llegó el Solovino, los perros los descubrieron, olieron la carne fresca y la sangre derramada…
Esa vez, solo la cabezota del Morelos se dio cuenta de quiénes dejaron en la madrugada el cargamento de restos humanos, y también la única testigo de cómo diantres los perros callejeros del barrio se percataron, abrieron las bolsas y comenzaron a tomar entre sus hocicos hambrientos la diversidad de trozos.
Los propios chuchos no pudieron distinguir, no les alcanzó para percatarse que era carne de dos batos masacrados por los Zetas, y comenzaron a sacar a jirones los cuerpos ya hechos pedazos. Una vecina se dio cuenta y aunque espantada, le llamó a las demás, Oiga comadre, salga pa´que vea, esto está rete gachote. Luego ahuyentaron a los famélicos animales, no sabían qué hacer, era la vez primera que les dejaban algo así. Al fin, a un ruco del fondo de la cuadra se le ocurrió llamar a la chota.
Dijo otra vecina que un cuerpo estaba medio gordo, con pelos sobre el pecho y la barriga, que tenía la parte de las piernas cortadas hasta el tronco, y ya con el siguiente se alejó. Nel, ya no quiso verlo, le dio cosa. Lo que sí, es que de la otra bolsa todavía salió mucha sanguaza, se manchó un buen pedazo de piso. Se juntó mucha raza, casi todo el barrio, luego fueron llegando más polis municipales, después los sorchos y, al último, como progresivamente se les hizo costumbre, la policía estatal.
Nos decían que nos regresáramos a las casas para que no viéramos lo que había pasado, ni cómo habían quedado, pero nadie les hizo caso. Otra vecina sí alcanzó a ver parte de las cabezas, no estaban rufles, de algunos treinta años. A la jefita de Raúl hasta le dio un resto de frío. ¡Pobres perros, les quitaron el buffet, era su desayuno! Como siempre la raza, le puso a la tradición mexicana de carrillear, ironizar de todo, a todos y todas, sacando cotorreo de las tragedias. Ni pex, habló el barrio.
Raúl se quedó serio y, al igual que todos y todas cuando supieron lo acontecido, empezó a temblar sin que se notara. Se asomó a la puerta de su casa para verificar si había sido cierto, a ver si le tocaba de lejos ver alguna mancha del mole derramado, aunque sabía que ya toda la pedacería estaba recogida. Toda la comunidad estaba tensa, no sabían qué hacer ni cómo responder, cómo resguardarse, tampoco qué estaba pasando, todos y todas en ascuas.
Era la primera vez que pasaba algo así en la zona. Eran los primeros meses de la broncota del narco en La Laguna, los Zetas ya habían llegado y estaban haciendo de las suyas. El gober del estado, Humberto Moreira, les había abierto las puertas para oponerse al gobierno federal y, aparte, claro, venderles la plaza y tumbarles una feria. El bato quería hacerse notar nacionalmente, quería un puesto más arriba, así que permitió la entrada al estado a este grupo criminal, calentarle la plaza al gobierno municipal panista, opositor al suyo, al punto que cuando llegaran las siguientes elecciones, que todavía faltaban más de tres años, votaran por raza de su equipo, tal como sucedió.
Aún no había el auge de las redes sociales, la noticia circuló poco entre los medios de comunicación local, la población en general ignoraba casi todo lo que se estaba tramando en la región, el resto del barrio estaba igual, mucha raza de Torreón no suele vincular lo que le pasa a diario con decisiones políticas. Torres es una ciudad en un punto apartado, lejano en el desierto, en el norte de un país tercermundista, muy distante de la capirucha nacional, y también distante emocionalmente de la capital estatal Saltiyork. Por lo mismo las autoridades municipales primero buscaron acallar todo comentario, que dizque para no propagar el miedo.
Al calor del espanto, Raúl no pudo visualizar que se trató de la “presentación en sociedad” de los Zetas. A partir de ahí: las permanentes ráfagas de R15, plomazos, granadazos y bazucazos; los constantes ajusticiados; noches enteras de escuchar disparos; días completos sin poder asomarse a la puerta del cantón; la vez del taxista recostado en la puerta chorreando sangre, plomeado en la tatema; al cantinero degollado, sin orejas y dicen que también castrado; el adolescente rival de nombre egipcio que igualmente le dieron piso; los grupos locales peleando cada metro, cada cuadra, cada cantina, para recuperar el terreno y volver a vender su mercancía en contra de unos advenedizos que decían venir de Tamaulipas, y que, aparte, ¡no manches, carnal! Solían cobrar piso.
Y montones, verdaderos montones de tragedias más. Tragedias afuera de su casa, dentro de otras bolsas negras, algunas que nunca se abrieron.
En esos instantes Raúl lo desconocía, no era la suya, tampoco la de su flota, pero ya tenía una cita con la muerte.