Cuando los militares latinoamericanos inventaron la desaparición forzada, se creyeron genios: sin un cuerpo no podía haber delito. Esta práctica que empezó a utilizarse como método de control social y político había comenzado en los sesenta. Y había comenzado en Guatemala.
El coronel Enrique Peralta Azurdia era un hombre de 55 años cuando llegó al poder de Guatemala luego de organizar un golpe de Estado en 1963. Suspendió la constitución, declaró ilegal al Partido Comunista y se dedicó a erradicar a todo movimiento de izquierda insurgente. Vamos, que era el clásico militar de dictadura, el tipo de caraza que veía comunistas por doquier.
«Como organización ideológica internacional», dijo alguna vez en una entrevista, «al comunismo hay que tenerlo en cuarentena y eso ha hecho el gobierno militar: hemos respondido con violencia a quienes con violencia nos han atacado».
Esa violencia a la que hace referencia es, en realidad, la práctica de la desaparición forzada, inaugurada por sus fuerzas militares.
El Partido Guatemalteco del Trabajo —el PGT— se había ido a la clandestinidad desde años atrás del golpe de Estado. El PGT era un partido comunista que había creado las Fuerzas Armadas Revolucionarias —las FAR— junto al Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre, por lo que las acciones guerrilleras se multiplicaron en la ciudad de Guatemala y al oriente del país.
Lo que se multiplicó también fue la injerencia estadunidense, pues los gringos estaban preocupados ante las acciones insurgentes. Enviaron, entonces, al asesor en seguridad pública John P. Longan, para diseñar y echar a andar la Operación Limpieza.
Al mismo tiempo, varios militantes el PGT que se habían exiliado en México regresaban clandestinamente a Guatemala. Fue entonces cuando la maquinaria represiva del Estado se puso en marcha y cambiaría, para siempre, el significado de la palabra desaparecido —desaparecer, tantas formas de un mismo verbo.
Del dos al cinco de marzo de 1966, en operativos de captura, la policía y ejército detuvieron a militantes izquierdistas en la capital e interior del país. Los torturaron, los ejecutaron y luego desaparecieron sus cuerpos. Las desapariciones se denunciaron y sumaron 28 denuncias. Por eso en los medios se le suele llamar “el caso de los 28 desaparecidos”. Aunque en la realidad fueron más. Se ha llegado a hablar de 35 personas desaparecidas. Las primeras de forma masiva.
En esa Guatemala comenzaron a usarse grupos paramilitares para las tareas de desaparición. Práctica que se usó, también, en toda dictadura latinoamericana. Los paramilitares operaban en clandestinidad y fuera de la ley, sin embargo, se encontraban dentro de la red de seguridad oficial.
Pero volviendo. Los militares habían creído inventarse el crimen perfecto. Y como si no los encuentran no existieron, arrojaron los cuerpos, se supo después por documentos desclasificados de la CIA, al océano Pacífico desde aviones de las Fuerzas Armadas — práctica que también sería usada posteriormente por demás países en Latinoamérica.
Los documentos desclasificados registran que «fueron ejecutados secretamente por autoridades guatemaltecas […] la ejecución no sería anunciada y el Gobierno de Guatemala negaría que estuvieron bajo su custodia».
Querían que desaparecer fuera no existir: si no me encuentran no existí nunca.
Querían que al desaparecer ya no fueran esos que fueron.
Con los años, en cambio, los familiares de esos desaparecidos llegaron a una conclusión simple: si están desaparecidos, pueden aparecer; están en alguna parte. Y empezaron a buscar, a reunirse, a hacer colectividad, a incomodar a gobiernos.
A partir de entonces y hasta mediados de los ochenta, se estiman unos 90 mil desaparecidos en toda América Latina. La cifra la arrojó la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Fedefam). 50 mil de ellos/ellas pertenecen a esa Guatemala tan golpeada por dictaduras militares que duró inmersa en una guerra civil hasta 1996.
La práctica de la desaparición se impuso como una política continental de dominación. Aunque comenzó como método de dictaduras latinoamericanas, también se ha llevado a cabo en gobiernos “democráticos”. Como en nuestro país donde la guerra sucia comenzó en los años ochenta con los mismos objetivos: desaparecer toda insurgencia. Y, desde hace al menos dos sexenios, en México se continúa con esta práctica —más de 60 mil desaparecidos. Aunque los mecanismos, objetivos y causas son diferentes.
Bun Alonso Saldaña
(Gómez Palacio, Durango. 1989). Reportero freelance. Premio Estatal de Periodismo Coahuila 2015 en género Crónica. Autor del libro "Le nacimos como un lunar al mundo" (Buenos Aires Poetry, 2022).