¿A qué vino, profe? ¿A poco no supo cómo se puso ayer? Esperé un instante en responder. Levanté la voz y traté de escucharme firme y claro, pero más bien intentaba convencerme a mí mismo: Es mi trabajo, señora. Respondí devolviendo la sonrisa a una vecina del barrio, jefita de una de las niñas mejor portadas.
La tarde del día anterior se había desatado una cruel balacera. De nueva cuenta los del poniente intentaron tomar por asalto aquella fortaleza, el refugio en que sus rivales, los de la última letra, habían convertido al Cerro de la Cruz. Y de nuez se habían estrellado contra las ráfagas de cuerno de chivo adversarias. ¡Puro bato loco, arriba el Chapo putos! ¡Súbanle cabrones, pa´cortarle la tatema a su puta madre! ¡Aquí rifan los Zetas!
Las clases de pintura eran en la parte alta de la colonia del Cerro de la Cruz, enclavada en el cerro del mismo nombre. Era un viejo barrio con familias alegres, con montones de chiquillos carrilleros y vivarachos, raza muy chambeadora que, antes de que llegaran los zetones, disfrutaban la música alta, la cheve frillota en el patio y los tiempos libres para bailar cumbia lagunera.
El cerro siempre había tenido mala fama, quizás por el descuido de las autoridades, quizás porque el barrio se desarrolló de manera aislada en la parte antigua de la ciudad, donde se fundó Torres. Será lo que sea, pero desde que yo era morrillo, se decía que era el sitio donde la banda mariguana iba a conectar el churrote. Pero todo fue diferente desde que llegaron los de la última letra, la colonia, esta vez sin carrillón, realmente se volvió peligrosa.
Desde lo alto se posee una posición estratégica, se puede visualizar todo el centro de la ciudad, también a las colonias vecinas como la Durangueña, la Compre, la entrada a Sanjoaking y a la izquierda, de frente, tocho el puente rumbo a Gomitos. Ahí en lo alto, era fácil sentir que se dominaba todo el terreno, se poseía el poder de saber quién se acercaba, quién se pelaba, pero también, casi sin percibirse, de la misma manera, allá arriba, se estaba acorralado. En carro sólo había una vía de subida y bajada. Por lo mismo únicamente los vecinos y familiares le ponían, y mucha otra raza prefería no subir, entre ellos los polis.
Estas debieron ser las causas por que los gandallones zetas, a plomo y sangre, sometieron a la colonia para que jalara con ellos. Los batos la convirtieron en su fortaleza.
Ya tochos lo sabían, pero yo lo intentaba mentalmente eludir, para sentirme más tranquilo, que en cualquier momento estallaban los fregadazos y había que resguardarse donde tocara.
Como casi siempre Alex estaba ahí, esperando en el centro cívico, lugar de las clases de pintura. Un niño limpio, espigado y puntual. Seguido le tocaba ir a avisarle a los otros morritos que ya iba a comenzar la clase. Esa vez le hice compañía, tomamos el camino rumbo a casa de Lizet y su razilla. Mientras caminábamos a mitad de la calle, de manera tan ordinaria esos días, se cortó el silencio. Súbitamente desde abajo, el estruendo de una aturdidora ráfaga de metralleta se escuchó a la distancia. Y a pesar de lo soleado, el día me pareció nublarse.
Mi mente se quedó en blanco, la imaginación estalló, un torbellino girando en el interior, se soltaron unos aullidos lastimeros y un niño pequeño gritó de terror. Poco a poco, fracción de instante a instante, me fui empequeñeciendo, empequeñeciendo, hasta ser más diminuto que el morro que me acompañaba. Desde muy abajo, volteé hacía arriba buscándole la cara a la única persona cercana.
No sé si me le quise aferrar, rogarle que me escondiera, que me sacara de ahí. De pronto se convirtió en el pase de salida al alcance, salvavidas para no ahogarme en ese miedo demoledor que me había dejado nadando en esa agua negra, sin flotador.
Se vinieron a la mente muchas cosas, lo que me decían mis compas escépticos, de derecha y culebras, recordé a la Flaca, me repetí al instante que ni se enteraría. Con la única voz audible que pudo salir, alcance a exclamar: ¿Oíste? Alex volteó a verme, seguramente se percató de algo, pero nunca de todo el tamaño del miedo que estaba frente a él, y con una improvisada mirada, mitad irónica y mitad ingenua, me la soltó: Profe, solo son balazos.
Su calma me hizo reaccionar al instante. Su rostro y palabras con el tono habituado, me obligaron como de rayo, a recuperar la estatura de hombre adulto, volver a ser el profesor de pintura que por azares del destino ya era, el que llevaba el mando y debía permanentemente con esa actitud equilibrada, necesaria, mostrar que todo eso estaba bajo control. Es cierto, mi Alex, le respondí quedito, tratando que no se me notara: Solo son balazos. Pero cómo que sonaron machinsote, ¿no?
Seguimos caminando en calma, entre las calles de la cima de la colonia, avisándoles a los demás chavitos y chavitas que era la hora de la clase.
Durante el resto de la tarde no se volvieron a escuchar las aturdidoras ráfagas de plomazos. Fue una clase de pintura agradable. Las historias de sangre, decapitados y balaceados se silenciaron hora y media. Los niños estuvieron tan traviesos como siempre, un poquillo menos irrespetuosos, no tuve que mandar a su casa a ninguno.
Al momento de terminar, al caminar rumbo a mi auto, listo para bajar al centro de la ciudad, me percaté, nadie lo notó, que aún me temblaban las piernas.