A diferencia de otros días, donde no escondía la mirada pícara y su sonrisa burlona, el adolescente provocador se presentó en silencio, ya comenzada la clase. Llegó enfundado en su habitual ropa de morro tumbado, cachucha pa’trás, pantalón guango y tenis de alguna marca vistosa.
Supe que algo había pasado cuando vi su semblante esa mañana. Parecía atribulado, como obrero cansado con carga pesada. Se me afiguró que venía de un largo recorrido de lloriqueos, eso indicaban sus ojos rojos e hinchados. Inmediatamente imaginé que alguna broncota había dañado lo fresco de su personalidad.
¿Qué te pasó, Plos? “Plos” era la abreviación que Pablo usaba a la hora de hacer grafiti clandestino, buscando pasar desapercibido. Yo le daba clases de pintura a un grupo de adolescentes con broncas de drogas. De alguna u otra manera esos morros buscaban alivianarse, la mayoría de las veces con escaso entusiasmo. La institución era Casa-Puente, un centro de aprendizaje del gobierno municipal para apoyar a menores en riesgo: niños y niñas de calle; pequeños y pequeñas indígenas y a otros morros como los de mi clase, morritos entre 12 y 17 años en rehabilitación.
Se chingaron a mi hermano, respondió de inmediato, queriendo soltar el llanto. ¿Cuál hermano? Continué con una muy improvisada indagatoria. ¿No manches, a poco el que huyó a Guadalajara?…
Simón, profe, se aburrió de estar en Guanatos, y le bajó al barrio a visitar a mi jefita, estando aquí le cayó con sus antiguos compas, los puchadores de Tierra y Libertad, los que movían carga para los Zetas, y ya ve que esta gruesa la limpia, aparecieron los sicarios de los Chapos, y como ya los comandantes casi no les surten de armas chidas, decidieron pelarse cuando empezaron los vergazos. Mi carnal hasta se metió debajo de un carro… hasta ahí llegaron a vaciarle el cuerno de chivo…
Mi reacción más inmediata fue la de formar al resto, unos diez alumnos en fila, y pedirles que uno a uno le fueran dando las condolencias a su amigo y compañero Plos, intentando dignificar un poco el dolor del adolescente.
Dar clases a estos chavos en el programa de rehabilitación de drogas era como entrar a una fiesta en un manicomio, con bolo, pastel y piñata. La mayoría estaban saturados de broncas, traumas por haber sido niños descuidados o maltratados, ya sea por padres y madres negligentes, probablemente sin interés o de lleno porque la pobreza, situación que les obligaba a surtirle machín, darle duro a la chamba, sin tiempo para su descendencia.
Eran rebeldes, irrespetuosos, a veces agresivos, casi siempre burlones y regularmente explosivos. Habían aprendido a llevar su vida como cachorros silvestres, muchas veces a merced de sus soledades, casi siempre sin reglas, enfrentando la ley del barrio, del mero-mero, el más macizo, ante las inclemencias del sol y la tolvanera.
Llegaban a Casa-Puente buscando apoyo, pero la mayoría con limitado interés, como dice aquel refrán, “Salían a buscar trabajo deseando no encontrar”. De lo más complicado para los instructores era llevar a cabo las órdenes de la directora, tratarlos con tacto, delicadamente y con honorabilidad, ya que estos y aquellas se empoderaban, nos veían como adversarios fáciles de agredir.
Gran parte del broncón no eran sus años y meses ligados al chemo, las pastas, la yerba, la soda o las malas compañías, mucho menos era la falta de vocación, voluntad y paciencia de los instructores, porque de sobra la teníamos; tampoco era que la mayoría no trabajara ni tuviera demasiado interés en hacerlo; no lo era que el descuido de sus jefitos y jefitas les impidiera que supieran de algún oficio; o que tomaran la secu o la prepa con interés y seriedad; el problema realmente canijo, de vida o muerte, era que en las calles donde deambulaban, en las esquinas de sus colonias, en las puertas de sus casas, se estaba librando el broncón por el control del territorio para la venta clandestina de drogas, entre los carteles de los Zetas y los Chapos.
Ser un morro inquieto, como cualquier chavo en cualquier otra circunstancia, nunca había sido tan complejo en La Laguna. Había convivencia a diario con noticias de ajusticiados, cuerpos desmembrados, y cabezas decapitadas a su alrededor. Ellos no eran conscientes de la magnitud de la tragedia, pero una de las maneras más salvajes del capitalismo se había apoderado de la política nacional.
Los bares, discos, y demás, donde antes podían cotorreársela los morros, habían cerrado ante el acoso y la extorsión de los de la última letra. Los de Sinaloa habían contratacado masacrando los antros que consideraban eran de, o tenían nexos con sus enemigos. También las pachangas particulares habían desparecido. Los sicarios aprovechaban para buscar a sus contras en cualquier parte. Buscaban a los que se surtían en la tienda de enfrente; a los que les debían una feria o hasta a quienes les habían tumbado a una morrita. Ya habían balaceado un puñado de cantones y quintas inocentes… Divertirse, para la ciudadanía, era altamente peligroso.
Plos era de los chavos más manejables, tenía de manera innata la habilidad de dibujar con eficacia y de diseñar letras sin haber recibido instrucción profesional. Yo lo exhortaba seguido a estudiar pintura, diseño gráfico o cualquier disciplina que lo alejara del relajo que traían sus compas pisteadores, chemos y cocos. Sus compañeros de clase de rehabilitación sabían los trompos que tiraba, y seguido alimentaban su autoestima. La neta no es tan común toparte morros con ese talento, así que este chavo sabía lo que traía y, a pesar de las carencias, disfrutaba a su manera. Nunca supe por qué se negaba a ilustrarse.
En Torreón, cierto sector social piensa que acercarse al universo cultural, es solo para raza con lana. Para ciertos barrios y colonias es mucho más fácil tener acceso a un bote de spray que a un tubo de óleo y un pincel, es más habitual aprender en el clandestinaje, con la poli por detroit persiguiéndote, que acudir por la menor instrucción a cualquier centro de enseñanza.
El perfil de la comarca lagunera es comercial e industrial, suele ser pichicato con los temas culturales y artísticos. Por lo mismo, tener un oficio fuera de la industria y el comercio, es toda una locura. Las familias mismas castran a sus pintores, escritores, fotógrafos y demás creadores. Seguramente la bola de morritos vive con esta presión de sus madres cuando descubren lo que carga el chamaco.
Recuerdo que un rato después de lo narrado párrafos atrás, por instrucciones de la policía local se cerró el programa de rehabilitación para menores. La cercanía de los morritos y morritas con el mercado ilícito de las drogas, y ocasionalmente con puchadores y banda pesada, prendió la alerta de las autoridades. Se tenía conocimiento de que los malosos habían llegado a buscar adversarios a diversos centros de rehabilitación, acribillando a los internos. En aquel tiempo pensé que era una exageración… Ahora pienso diferente.
Eso sí, esa medida ocasionó que muchos chavos y chavas perdieran otra oportunidad de ser escuchados, dirigidos, de alejarse de la malandrada y varias adicciones. No sé qué pasaría con ellos y ellas, rara vez he vuelto a ver alguno, incluyendo a Plos.
Pablo me siguió relatando angustiado, casi lloroso, con muchas pausas… Fue conmovedor. Se levantaba la cachucha a cada rato. Vi claramente su pelo corto, ondulado y de color castaño, su piel clara y sus facciones finas; era bajito y muy delgado, de antemano su aspecto físico eliminaba cualquier rasgo de peligrosidad. Todos los instructores sabíamos que solía ser buen camarucha con sus compañeros de clase, por lo mismo lo consideramos cercano.
Yo sabía que, como toda la raza que esta impresionada por la cercanía de la muerte, necesita exorcizarla, requería hablar, platicar lo vivido, lo sufrido. Con los ojos brillosos siguió compartiendo: Mi mamá bien le dijo a mi carnal, “Ya no vayas, hijo”, este güey le respondió sonriendo: “A mí me la pelan, jefa”, y entre rolas de rap salió a la calle. No hizo caso… Profe, ¡se le hizo un polvo!