Hace tiempo, en una plática de cantina, le preguntaba a un buen amigo: ¿qué crees que haga falta para edificar la identidad del coahuilense y desdibujar fronteras internas? Su respuesta, luego de pensar unos segundos fue: indignación colectiva.
Indignación.-
nombre femenino
Sentimiento de intenso enfado que provoca un acto que se considera injusto, ofensivo o perjudicial.
Desde entonces he reflexionado sobre esa respuesta. Y es que, parafraseando lo que me contaba, Coahuila tiene muchas heridas, pero sólo quedan en eso, heridas que se prefieren ignorar o invisibilizar para seguir viviendo en la burbuja del privilegio. Hacemos oídos sordos a muchas causas. Hasta que alguien cercano está envuelto en un “incendio” se despierta nuestra indignación.
Lo malo es que tiene que pasar algo grave para despertar y reaccionar.
—¿Por qué preferimos olvidar?
—Porque la memoria duele. La memoria nos convoca a la acción. Esa acción puede ser transgresora y desestabilizante. No cualquiera lo acepta.
—Entonces, ¡salud por las y los periodistas!
—Y por los artistas, que también desde su trinchera buscan preservar la memoria…
Algo así fue el diálogo con El Güero. Aunque seguramente la estoy aderezando y quitándole su hosquedad. Pero tiene un punto. El arte, como lo mencionaba en el artículo anterior, busca crear memorias. Sin embargo, encuentro una falla…
La falla
Hace unos días fui a un centro comercial y entré a su tienda departamental. Me propuse un ejercicio muy sencillo: buscar el artículo más caro de toda la tienda.
El resultado me conflictuó más todavía. El top tres está conformado de la siguiente manera:
- Un piano ($300,000 y algo)
- Una escultura ($273,000 más o menos)
- Un comedor ($200,000 redondeando)
El arte sigue siendo el pináculo del clasismo.
Esto me lleva a sembrar la siguiente idea.
Usted que lee estas líneas asume como verdad la charla mencionada arriba. Sin embargo, no existió… o no así. Tiene varias perspectivas.
No recuerdo si fue en una charla de cantina, si fue con este amigo, o si quiera sus palabras exactas. Sólo tengo esbozos de lo que fue esa conversación. Y si le pregunto a él, seguramente tendrá su propia versión.
La memoria es subjetiva, digo, eso no es novedad, pero entonces habrá que plantearnos la pregunta: ¿quién está contando qué?
El incendio
Hace rato mencioné que debía sacudirnos un incendio para accionar. Esto porque, al revisar mis apuntes, me topé con una bella reflexión que hace Rodrigo Parrín en su libro Teatro y convulsión – Teatro de los desiertos y etnografías forenses.
Propone un concepto muy atinado “La imagen indestructible de la destrucción”. Concepto que tal vez batalle para desglosar, pero espero aclararlo, porque lo traigo a colación.
Piense quien lee este texto en una fogata. Para que esto sea posible se necesita leña que permita arder al fuego. El fuego existirá en tanto leña exista. Nada se crea ni se destruye, sólo se transforma. Es decir, la leña se transformará en gases, pero en cuanto el fuego se apague aparecerán las cenizas. Las cenizas se convierten, pues, en la memoria del fuego.
Todo fuego produce cenizas. Todo acontecimiento produce memoria.
De los cuatro elementos naturales, el fuego es el único que no existe sino hasta que algo o alguien lo invoca. Lo mismo pasa con la memoria que debe ser evocada.
Prometo que tiene un punto todo esto que digo.
Una frase aparece:
Las cenizas jamás desaparecerán, sólo se mezclan con la tierra, o vuelan al viento, o quizás, se diluyen en el mar. Pero siempre están aquí.
Entonces la imagen indestructible de la destrucción es aquella que nos enmarca la mirada, que imprime esta imagen tan poderosa que se convierte en algo irrefutable e indignante.
Un ejemplo es el lecho seco del Río Nazas. Antes, en todo ese terreno, había agua…
Otro ejemplo es lo que buscan los artistas y lo que pretenden lograr con sus piezas. Sin embargo, aquí encuentro otro dilema.
Fuego a la memoria
En este experimento de buscar el producto más costoso en la tienda departamental, contaba que los dos primeros lugares eran piezas de colección y con un fin artístico. Ante esto, el dilema es cómo el arte sigue presentando un sesgo ante la mayoría de la demografía.
Y así como en mi charla citada al principio mencioné que hay diferentes memorias de un mismo acontecimiento, el problema que veo es que la memoria sigue siendo impuesta por grupos privilegiados. Incluso se siente un exotismo de querer hablar sobre poblaciones vulnerables y contar sus memorias para exhibirlas con fines comerciales… Te estoy hablando a ti, serie de Netflix que se grabó por estos terruños hace no mucho: Somos.
Claro que se va a participar si existe la invitación para actuar, aunque sea de extra. No siempre puedes charolear con tener un cameo en Netflix. No es en contra de mis colegas actrices y actores que participaron ahí. Sino en cómo hacer una serie que pretende mantener la memoria de uno de los más cruentos incendios del estado, no lo logra y sólo queda en una apología a la destrucción.
Así como esa serie, muchos más ejemplos hay por ahí entre galerías, teatros y canciones. Cabe aclarar que me he visto envuelto en estas apologías, porque a fin de cuentas cuando uno se indigna, lo primero que quiere es alzar la voz. Aunque a veces es necesario salir del foco. O al menos, plantear bien qué y cómo se quiere decir cuando se dice lo que se dice al crear arte.
Encuentro bella la frase de Didi Huberman: Aprender a mirar la imagen. Pero yo la ampliaría con aprender a mirar la memoria.
“Saber mirar una imagen sería, en cierto modo, ser capaz de distinguir ahí donde la imagen arde, ahí donde su eventual belleza reserva un lugar a un “signo secreto”, a una crisis no apaciguada, a un síntoma. Ahí donde la ceniza no se ha enfriado” Didi Huberman.
Propongo, pues, un trato con quien lea estas palabras. Aprendamos a mirar la imagen y que arda la memoria. Porque, aunque el olvido nos seduzca, tenemos mucho por no olvidar.